viernes, 27 de julio de 2012

La soberbia de un imperio (sobre la inauguración de los Juegos de Londres)

Enrique Ubieta Gómez
Sofisticado, espectacular. Dos adjetivos esperados para la inauguración de unos Juegos Olímpicos –de un meganegocio, en el que se invierte mucho y se espera obtener más–, que debe atrapar en sus asientos a mil millones de telespectadores. Unos Juegos de la Era Anti-olímpica, post amateur. Los ingleses se detuvieron poco en sus tradiciones nacionales; más que un pasado, querían mostrar un presente. Soberbia de imperialistas venidos a menos, con poder económico. La primera parte del guión fue una escandalosa reducción histórica: del idílico y bucólico paisaje campestre de la geografía británica, rudo y simpático, emerge la Revolución industrial, el capitalismo.
La trama es esta: llegan al estadio, convertido en territorio metropolitano, miles de obreros “sucios” y concienzudos, que trabajan con perseverancia, y hacen surgir chimeneas, ruedas de hierro, fundiciones de acero. La riqueza, el desarrollo, se obtienen del trabajo creador. La pobreza de los otros, ¿se debe a su vagancia, a su falta de constancia? En realidad, como escribiera Carlos Marx, precisamente desde su mirador londinense, la acumulación originaria del Capital se produce “chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies”.
Un grupo de señores de frac, capitalistas avezados, señalan, orientan, conducen el destino del Reino. Entre ellos, inexplicablemente, un capitalista negro. De las colonias de Asia, África y América, que aportaron materias primas, mano de obra barata, riquezas esquilmadas –y también tradiciones culturales rotas, monumentos robados–, solo aparece una diversidad étnica integrada. Una breve manifestación de mujeres que reclama su derecho al voto, es la muestra elegida para zanjar el capítulo de las contradicciones sociales; de la lucha de clases, nada. Ya sé que se trata de un espectáculo al que no se le puede exigir honduras filosóficas, pero quizás entonces, el tema debió ser otro. Porque el mensaje, ideologizado y simplificador, es una burla histórica.
Para rematar, el actor que interpretara a James Bond, el Agente 007, que combatió los "tentáculos" del comunismo durante la Guerra Fría, llega al Palacio de Buckingham para trasladar hasta el Estadio Olímpico en helicóptero, a la Reina Isabel II. La hace saltar en paracaídas –a una doble, por supuesto–, equiparándola al superman que representa (ella es la superabuela), para transferir quizás esa imagen al desgastado Reino, y la pone en ridículo. Pero la anciana se presta al dislate, y entra al Palco Real después del “salto” de su doble. Lo que no impide que la sorprendamos –inoportuna cámara–, distraída o despistada, arreglándose las uñas, en el instante en que su delegación desfila.
La segunda parte del espectáculo no es menos obvia. Todo el derroche tecnológico pretende conquistar la mirada de los jóvenes: de la gran tradición británica de narraciones infantiles, el guión pasa a recrear simples historias “modernas”, en diálogo con exitosas series de televisión (una familia multiétnica, por ejemplo, exhibe su coche, su casa, su felicidad de clase media, su “sueño británico”), mientras se escucha una banda sonora mayoritariamente rockera –los Beatles y Paul Mc Cartney en persona, los Rolling Stones, Queen, Pink Floyd, entre otros–, que juega con el mundo digital de Internet. Amor (beso incluido) de jóvenes mestizos, televisivo o cinematográfico, rockero, con mensajes de web y guiños al comics, que estalla en luces de colores, fuegos artificiales y coreografías multitudinarias: todo un derroche de códigos juveniles. Y un
señor británico, un Sir, presentado como el creador de la web.
Me gusta sin embargo el simbolismo del encendido de la antorcha. Cada delegación traía un pequeño pebetero, que era depositado en el centro del terreno, en forma circular, sujeto a una larga vara de metal. Los encargados pusieron las llamas en los primeros, y enseguida se contagiaron los restantes. Entonces, todas las varas se alzaron, para juntar las llamas y conformar un único fuego olímpico. Un fuego que solo arde si es alimentado por todos los pueblos del mundo, con independencia de su poder económico o militar. Un cuento infantil, quizás en la mejor tradición británica, y su final feliz.

1 comentario: