miércoles, 1 de febrero de 2012

El universo espiritual martiano

 “Todo en el Universo es equilibrio.”
José Martí.

Carlos Rodríguez Almaguer
El universo espiritual martiano está regido por principios que constituyen su armazón y sostén. Así, por ejemplo, establece que: “Al estudio del mundo tangible, se ha llamado física; y al estudio del mundo intangible, metafísica. La exageración de aquella escuela se llama materialismo; y corre con el nombre de espiritualismo, aunque no debe llamarse así, la exageración de la segunda. (…) Las dos unidas son la verdad: cada una aislada es solo una parte de la verdad, que cae cuando no se ayuda de la otra.” [1] 
A esta, la piedra angular de su cosmovisión, la llamó indistintamente “Filosofía de la Relación”, o “Ley del Equilibrio”. Esta “Ley matriz y esencial”, esta “gran Ley estética”, se inicia en el interior de cada hombre y acaba en el Universo: “lo uno en lo diverso”, como él mismo expresara. Según ella, el hombre, en cuyo destino superior y trascendente cree, está formado por materia y espíritu que coexisten y se presuponen. Niega la posibilidad de que uno provenga del otro. Tomándose a sí mismo como prueba de sus afirmaciones, dice que existe en el ser humano una parte tangible y visible, como el brazo; y otra intangible e invisible, como la simpatía.
De esta forma traza su singular tesis, de marcada raíz antropológica, de que en el ser humano van unidos el ángel y la fiera, y de que en la lucha perenne entre ellos, se va forjando el hombre camino del Homagno, su visión particular del hombre superior, que lo es en tanto asume y compromete su existencia en bien de los demás y sabe ponerse “de alfombra de su pueblo”.    
Estudioso insaciable de todas las culturas y sus filosofías, supo extraer de las que se cruzaron a su paso lo esencial y durable; y descubre por su cuenta las similitudes primigenias que las sostienen. Los sistemas teóricos, las instituciones que en ellos se fundamentan, los mártires, los sinceros, los fanáticos y los detractores que cada una tiene, le llevan a afirmar, con verdad, que todas las instituciones de los hombres, puestas una al lado de la otra, no se llevan un cabo ni una punta: todas han nacido por las mismas necesidades, han proliferado por las mismas virtudes y se han corrompido por los mismos vicios.
Asume lo que en las filosofías del oriente suele llamarse “Iluminación”, como aquel “cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza patria.” Afirma que cuando el hombre, mediante el estudio teórico o experimental, descubre estas verdades germinales que rigen y fundamentan nuestra existencia: descansa al fin, y sobreviene a su espíritu la paz definitiva. Considera que la educación ha de preparar al hombre, en el único tiempo que suele dedicarse exclusivamente a este fin, para enfrentar y resolver los problemas que la vida le ha de presentar, y establece que los dos grandes problemas humanos son: “la conservación de la existencia y la búsqueda de los medios de hacerla grata y pacífica .”
Insiste reiteradamente en que el ser humano tiene una natural necesidad de la creencia. Aunque llegue a afirmar en La Edad de Oro que son los hombres los que crean los dioses a su imagen y semejanza, porque se ven pequeños ante la naturaleza que los crea y los mata, y necesitan creer en algo superior para que los trate bien en el mundo y para que no les quite la vida. La fe martiana está asociada a la necesidad de la creencia en una positiva existencia superior, post terrena, que compense los inconmensurables dolores del espíritu humano. De esta manera afirma que “la vida humana no es toda la vida”, y que “para creer en el cielo, que nuestro espíritu necesita, no es necesario creer en el infierno que nuestra razón reprueba”.
“Por la tierra hay que pasar volando, porque de cada grano de polvo se levanta el enemigo a echar abajo, a garfio y a saeta, cuanto nace con alas”. “Conozco al hombre y lo he encontrado malo”, dirá con tristeza, aunque confesará en el prólogo al Ismaelillo y otros textos su “fe en el mejoramiento humano, en la vida futura y en la utilidad de la virtud”, lo cierto es que en sus obras publicadas encontramos en 70 ocasiones su valoración negativa del hombre, mientras que las positivas aparecen solo en 25. “De mala humanidad no se pueden hacer buenas instituciones”, afirmaría también, pero reconoce la necesidad de las instituciones para la organización social del hombre en tanto humano. Y de ahí que asuma que en el seno de dichas instituciones disputen y pervivan a un tiempo las fuerzas opuestas que pugnan en el alma del hombre. La esencia de esa convicción la refleja en una sentencia aforística: “Los hombres van en dos bandos: los que aman y fundan; los que odian y deshacen.” Es la única división para él posible entre los hombres: el egoísta-destructor-negativo, y el altruista-edificador-positivo.
Afirma que en lo común de la naturaleza humana suelen ser siempre más los egoístas que los altruistas, el mal que el bien, pero estos últimos poseen una incontrastable fuerza de carácter a la que no puede oponerse fuerza alguna. De ahí que el ejercicio constante de la virtud sea el único camino para el crecimiento humano, como freno a los instintos biológicos que llevan al vicio y al crimen, y como ensanchamiento espiritual que acerca al hombre al ángel y a lo alto, alejándolo de la fiera y del fango.
“Todo hombre lleva en sí una fiera dormida, pero el hombre es una fiera admirable: le es dado llevar las riendas de sí mismo”. Todo hombre es resumen del mundo animal, en que a veces el león ruge y el cerdo hocea, y la paloma arrulla, y toda virtud está en hacer que del cerdo y el león triunfe la paloma. Dice que hay horas de bestia en el ser humano, en que la garganta siente sed fatídica, y los ojos llamean, y los dientes sienten necesidad de morder, y los puños crispados buscan cuerpo donde caer. Enfrenar a esa bestia y sentar sobre ella un ángel, es la victoria humana.
Por ello tiene, en estos tiempos vertiginosos e inseguros, tanta vigencia aquel mandato suyo: “Talentos, tenemos en Cuba más que guásimas (…) caracteres es lo que hemos menester”. Y si bien debemos continuar trabajando por aumentar la producción de bienes y servicios pues, como dirá él coincidiendo con Marx, “en pueblos como en hombres la vida se cimenta sobre la satisfacción de las necesidades materiales”, también nos alerta del peligro que entraña dejar a un lado las cosas del espíritu porque “importa poco llenar de trigo los graneros si se desfigura, enturbia y desgrana el carácter nacional; los pueblos no viven a la larga por el trigo, sino por el carácter.”
Consecuente con el método electivo de la filosofía cubana, de todas las corrientes e instituciones doctrinales a las que se acercó extrajo lo que a su juicio consideró de más utilidad en ese camino de crecimiento espiritual, si aferrarse a ninguna de ellas y sin negar a ninguna, pues todo lo que en el mundo ayude a mejorar al hombre para él es loable, y de cada una de estas escuelas dejó valoraciones justas y encomiables, aún cuando en ellas fuera envuelta, como solía, alguna crítica ineludible. No obstante afirmó que “en las estrecheces de una escuela yo no existo.”
Jorge Mañach, refiriéndose a la vida de Martí, dijo que no es posible la descomposición química de una llama, y que lo más grande de Martí es él mismo, su espíritu inabarcable e insondable, su ecumenismo sincero, su infinita capacidad de amar. Por ello, pretender encerrar el universo espiritual martiano en los marcos de una filosofía, de una ideología, de una religión, —como diría él mismo refiriéndose a la imposibilidad de recoger en un artículo periodístico los sucesos relacionados con los trabajadores de Chicago— es como tratar de encerrar la lava de un volcán en una taza de café.   La expresión mayor de su espiritualidad universal y humanista la refleja esta conclusión lapidaria: “El mundo es un templo hermoso donde caben en paz los hombres todos de la Tierra.”


[1] José Martí, Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. Tomo 20, página 361. (En lo adelante nos referiremos a ellas como O. C., el tomo en números romanos y la página en números arábigos.)

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