miércoles, 18 de noviembre de 2009

Estados Unidos incita guerra colombo-venezolana como método contrainsurgente.

Hugo Moldiz Mercado
“Es la guerra y no la paz la que rige las relaciones internacionales de los Estados Unidos”. La profundidad y el alcance de la afirmación es de Nicholas J. Spykman, en la década de los 40. Pero, las palabras del investigador estadounidense, recogidas en el Documento Santa Fe I -un documento no oficial pero programático de los think tank estadounidenses que ya está en su versión IV-, adquieren mayor sentido histórico-concreto, al bordear la primera década del siglo XXI, cuando la guerra amenaza la estabilidad política de América Latina.
La historia de intervenciones militares estadounidenses, directas e indirectas, en el continente es demasiada larga. América Latina solo le fue indiferente a EEUU entre 1825 y 1850. Luego vinieron las expropiaciones de territorios mexicanos, así como de Alaska y Hawai, la invasión a república Dominicana, el segundo intento de ocupar Cuba, las invasiones a Nicaragua, El Salvador y otros.
En la historia corta están la invasión a Granada y Panamá en la década de los 80. La consolidación del golpe de Estado en Honduras y la instalación de nuevas bases militares imperiales en Colombia y Panamá forman parte de esa presencia disciplinaria y de disputa de territorios y sentidos con la que se pretende alcanzar esa “América de los americanos” de la cual da cuenta la doctrina Monrroe.
Entonces, por los efectos prácticos que tiene, no se ajusta a la realidad concreta definiciones como las de “poder duro” (hard power), poder suave (soft power) y “poder inteligente” (smart power). La última ha sido señalada por la secretaria de Estado, Hillary Clinton, ante el Senado de su país, a manera de incorporar un nuevo concepto para abordar viejos problemas y, seguramente, para alimentar esa “nueva imagen” con la cual se vende, dentro y fuera de Estados Unidos, del presidente Barak Obama.
Lo evidente es que Estados Unidos ha ejecutado siempre la política del “doble carril” –guerra y diplomacia, fuerza y persuasión, presión y conquista de los corazones y las mentes de la gente-, para alcanzar sus objetivos estratégicos en el mundo, obviamente también en América Latina. La primacía de uno u otro medio, la forma particular de combinación de ambas caras de la misma medalla, siempre ha dependido de las condiciones en las que se ha enfrentado al enemigo externo. De ahí que no resulte difícil encontrar rasgos similares desde la política “del gran garrote” hasta la “guerra de baja intensidad”, pasando por “el buen vecino” y el “palo y la zanahoria”.
Sorpresas que no deberían serlo
La historia tiene caprichos y sorpresas. En la subjetividad latinoamericana se pensaba alejados los peligros de una guerra e intervenciones militares al salir Bush del “gobierno temporal” y al perder el candidato republicano en las elecciones de noviembre de 2008. La victoria del demócrata Barak Obama levantó optimismos y no pocos estudiosos del comportamiento imperial expresaron su certeza que la presencia del joven político iba a priorizar la política como el medio para la resolución de los conflictos.
En menos de diez meses, las sorpresas ingratas han sido las más. La real politik le gana al optimismo. Todo lo contrario: golpe en Honduras, acuerdos para ampliar las bases militares estadounidenses y la ratificación de la criminal política del bloqueo a Cuba, a pesar de la demanda unánime en América Latina y el Caribe para que se levante la medida, así como de la última resolución aprobada en las Naciones Unidas, con la sola posición contraria de Israel y una isla pequeña de propiedad de los poderosos millonarios estadounidenses.
Obama, al que todavía se le atenúa cierta responsabilidad en esta arremetida mundial del imperio, no se inmuta ni mucho menos da señales de ser partidario de cierta mesura en la aplicación de una estrategia imperial que ni puede ni quiere cambiar. Los hechos dicen más que las palabras.
Los orígenes de “otro” momento
Un jalón más duro para retornar a la realidad no pudo ser más fuerte. Y entonces es cuando, sin apasionamiento, es posible identificar la inauguración de este “otro” momento de la historia de hegemonías y emancipaciones. El punto de partida hay que encontrarlo a fines del siglo XX y principios del siglo XXI, en la presidencia de Bill Clinton.
En el gobierno demócrata, a casi veinte años de la aplicación de la denominada “Guerra de Baja Intensidad” –doctrina aprobada por el republicano Ronald Reagan en 1980 y que recogía las lecciones de la derrota en Vietnam y el triunfo de la revolución sandinista-, el imperio –de la mano de sus “think tank”- pasaba a un momento cuyo desarrollo está hoy en pleno proceso. Se aprobaba el denominado “Plan Colombia”, cuya autoría corresponde a tres senadores estadounidenses: Dewine, Grassley y Coverdell.
La Ley Alianza Act. –que es nombre verdadero del Plan Colombia-, ya contenía un paquete de sorpresas: apertura de bases militares, control aéreo del continente, asistencia militar y una línea de acción contra el narcotráfico y los grupos guerrilleros. Ya en el gobierno de Andrés Pastrana se abrieron los centros de operaciones en Tres Esquinas y en Larandía en el departamento del Caquetá. Pero, además, su ámbito de aplicación rebasaba las fronteras colombianas para abarcar a los “países de línea frontal” como Bolivia, Brasil, Ecuador, Panamá, Perú y Venezuela.
La contraofensiva político-militar estadounidense, a casi una década de la caída del bloque socialista, formaba parte de la estrategia de estructurar un acuerdo de libre comercio, primero a través del ALCA y luego mediante los conocidos Tratados de Libre Comercio (TLC). El objetivo no logrado por estos medios pero al que no se ha renunciado, es el control y aprovechamiento de las grandes reservas de petróleo y agua de las que Estados Unidos necesita para reproducir su estilo de vida.
La línea económica ha fracasado, pero lo que se mantiene firme es la línea político-militar que, por el contrario, se ha endurecido después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos y que ha conducido a invadir Afganistán e Irak, pero también a acelerar la retoma de posiciones territoriales –como ámbito de disputa- en América Latina. No hay duda que los avances y triunfos populares en Venezuela, Bolivia y Ecuador, además de la constitución de gobiernos progresistas en otros países del continente han acelerado la aplicación de la estrategia estadounidense.
Obama se ha encargado de corroborar la señalado. Al justificar la firma del acuerdo para la instalación de las siete nuevas bases militares en Colombia, que se suman a las dos ya existentes, el jefe de la Casa Blanca, no vaciló en afirmar: “es la modernización del Plan Colombia”. A esa posición de fuerza la acompañó con una línea político-diplomática a través de la visita de varios de sus emisarios a gobiernos menos radicales. Uribe hizo lo suyo en una gira por Bolivia, Argentina, Ecuador, Chile, Paraguay, Uruguay, Perú y Brasil, los primeros días de agosto. Los resultados fueron más favorables para esa suerte de “gobierno binacional” que para los que lideran procesos de cambio. Bachelet, Tabaré Vásquez, Lugo y Alán García se inclinaron por no intervenir en asuntos internos de Colombia. Argentina y Brasil solo expresaron su preocupación de que no se altere la paz y estabilidad. El 28 de ese mismo mes, en Bariloche, Argentina, la estrategia imperial se alzó con otro triunfo: la reunión de UNASUR, convocada expresamente para tratar el tema y para condenar la instalación de bases militares en Colombia, solo aprobó, más como deseo que como realidad, que América Latina es una región de paz. Es decir, algo contra lo que discursivamente no se podría estar en desacuerdo.
Con la firma del acuerdo, el 30 de octubre, las tropas estadounidenses, a las cuales se les dará absoluta inmunidad, estarán asentadas en: la base aérea de Apiay, en el departamento del Meta; la base aérea de Malambo, en Barranquilla; la base aérea de Tolemaida, en Melgar Tolima; la base naval de Bahía Málaga, en el pacífico; la base naval de Cartagena y la base aérea de Palanquero, en Puerto Salgar. Esto implica 800 nuevos militares y 600 contratistas civiles –que en realidad son mercenarios reclutados para operaciones de mayor riesgo y de los que no se informa cuando mueren, para no producir rechazo nacional interno en EEUU.-, de los más de 1.000 que ya existen en Tres Esquinas y Larandia.
Envalentonado con cuatro puntos a su favor –destitución de Zelaya, el acuerdo para instalar bases militares en Colombia, el silencio de la OEA y neutralizada UNASUR-, el imperio no se detiene y en el corto plazo quiere anotarse otro punto con la apertura de cuatro bases aeronavales en Panamá, conforme establece su pacto con el presidente de ese país, Ricardo Martinelli, quien le reabre las puertas al Comando Sur a menos de una década que las tropas estadounidenses se retiraran y el Canal de Panamá fuera devuelto.
En Panamá las bases estarán en Isla Chapera, en el archipiélago de las Perlas, cerca de la isla Contadora; en Rambala, en la provincia Bocas del Toro; en Punta Coco, provincia Varaguas y en Bahía Piña, a pocos kilómetros de la frontera con Colombia.
A todo eso hay que sumar la reactivación de la IV flota en julio de 2008, pocos meses después que Colombia invadiera territorio ecuatoriano para asesinar al comandante de las FARC, Raúl Reyes, quien tenía la tarea de buscar un escenario para una salida política negociada a más de 40 años de lucha armada.

“La guerra binacional como método contrainsurgente”
Una mirada a los objetivos de las últimas estrategias estadounidenses para la región permite apreciar que lo aparente es la lucha contra el narcotráfico, el crimen organizado, el tráfico de personas y la trata de blancas, así como la migración ilegal. Todos esos representan problemas, pero no tanto como para desplegar la capacidad militar.
Lo que real en la aplicación de esa política del “doble carril” es la lucha contrainsurgente, la reversión de procesos políticos emancipadores, las invasiones, la subversión y, un nuevo elemento, la guerra binacional como forma de contrainsurgencia.
Colombia y Venezuela aparecen como lo que necesita el imperio. El primero tiene un gobierno de ultraderecha que requiere, por razones económicas y políticas, acuerdos estratégicos con los Estados Unidos. El segundo lidera políticamente el proceso de emancipación en América Latina. Uribe requiere alejar el debate de la “parapolítica” hacia un escenario en el que su lucha contra la guerrilla le sea un argumento contundente de desplazamiento militar. Chávez es presentado por el poder mediático transnacional como un político radical que quiere “apoderarse” de esta parte del continente.
Pero, si de poder mediático se trata, hay que estar atentos a la imagen que se está construyendo de Venezuela y Chávez a nivel internacional. Se habla de un “Narcoestado” y de un presidente provocador y defensor del terrorismo. No hay duda que ambas matrices de opinión forman parte de la estrategia político-militar del imperio y que se inscriben dentro de los posibles “argumentos” que Estados Unidos promovería y emplearía para ejecutar una intervención armada contra el país sudamericano, con el pretexto de detener y enjuiciar al líder de la revolución bolivariana. Es decir, una reedición combinada, en las condiciones actuales, de lo que se hizo con Panamá en 1989 e Irak después de septiembre de 2001.
El estallido de una guerra binacional entre Venezuela y Colombia es lo que Estados Unidos necesita. De ahí que no sea casual que un documento oficial de la fuerza aérea de los Estados Unidos sostenga que la base de Palanquero – ubicada en el puerto de Salgar, Cundinamarca– “aumentará nuestras capacidades de realizar una guerra expedita” y “garantizará la oportunidad para conducir operaciones de espectro completo por toda América del Sur”.
Por tanto, el hallazgo de 10 paramilitares colombianos sin vida en la ciudad venezolana de Táchira, el asesinato de dos efectivos de la Guardia Nacional de Venezuela en la frontera, la pesquisa de agentes de inteligencia de la DAS y la violación de espacio informático en los últimos días representan provocaciones que buscan un objetivo: desatar la guerra y responsabilizar de eso al gobierno de Chávez.
Los presidentes de los países miembros del ALBA están convencidos de lo que quiere el imperio. Hugo Chávez ha señalado: “tenemos que evitar una guerra entre Colombia y Venezuela, tenemos que evitar a nuestros pueblos una tragedia mayor”. Rafael Correa ha sostenido: “quieren dividirnos para provocar una guerra en América Latina”. Evo Morales ha sostenido que Estados Unidos fomenta el terrorismo y el narcotráfico en Colombia para justificar una agresión permanente y Alvaro García Linera, el vice, ha sentenciado que la instalación de bases militares “es una invasión a Latinoamérica”.
La reacción de los gobiernos, pueblos y organizaciones sociales y de derechos humanos no es una exageración. Con guerra en Sudamérica, Estados Unidos logra varias cosas: incorpora un elemento de reactivación de su economía (la confrontación es un instrumento para asegurar equilibrios en momentos de crisis en el ciclo de rotación del capital), tensiona la región, desplaza el centro de los conflictos al sur, produce nuevos alineamientos y sienta las bases para la reversión de los procesos de cambio. Quizá sea bueno terminar como se empezó este artículo. Spykman, quien en su libro “Estados Unidos frente al mundo” escribió: "La guerra es la situación normal en las relaciones internacionales y la paz es sólo un armisticio entre la guerra que pasó y la que viene"

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